LA VIDA DIVINA. Capítulo VII: – El Ego y las Dualidades

El alma, asentada en el mismo árbol de la Naturaleza, está absorta y desengañada porque no es el Señor, mas cuando ve y está en unión con ese otro yo y grandiosidad suyos que es el Señor, su pesar desaparece de ella.

Swetaswatara Upanishad

Si todo es en verdad Sachchidananda, ( Existenciaconscienciabienaventuranza ), la muerte, el sufrimiento, el mal, la limitación sólo pueden ser las creaciones, positivas en el efecto práctico, negativas en esencia, de una deformante conciencia, caída, del total y unificador conocimiento de sí, en un error de división y experiencia parcial. Esta es la caída del hombre tipificada en la poética parábola del Génesis hebreo. Esa caída es su desviación de la plena y pura aceptación de Dios y de sí mismo, o más bien de Dios en sí mismo, hacia una divisora conciencia separativa que trae consigo todo el séquito de dualidades, vida y muerte, bien y mal, dicha y dolor, integridad y carencia, el fruto de un ser humano dividido y engañado por su naturaleza. Este es el fruto del arbol de la consciencia separativa del bien y del mal que comieron Adán y Eva, Purusha y Prakriti, el alma tentada por la Naturaleza. La redención llega mediante la recuperación de la Unidad universal en lo individual, y del elemento espiritual en la conciencia humana. Sólo entonces al alma puede permitírsele en la Naturaleza que participe del fruto del árbol de la vida, del arbol del conocimiento y que sea como lo Divino y viva por siempre en su inmortalidad restituida. Pues sólo entonces puede cumplirse la finalidad de su descenso en la conciencia material, cuando el conocimiento de bien y mal, dicha y sufrimiento, vida y muerte se haya cumplido a través de la recuperación, por el alma humana, de un conocimiento superior que reconcilie e identifique estos opuestos en lo universal y transforme sus divisiones en la imagen de la Unidad divina.

Para Sachchidananda, -que se extiende en todas las cosas en su más vasta generalidad e imparcial universalidad-, la muerte, el sufrimiento y la limitación sólo pueden ser, como mucho, términos inversos, sombrías-formas de sus luminosos opuestos. Tal como sentimos estas cosas, son signos de una discordia. Formulan separación donde debería haber unidad, incomprensión donde debería haber comprensión, un intento de llegar a independientes armonías donde debería haber una auto-adaptación del todo orquestal. La totalidad absoluta, -incluso si solo estuviese en un esquema de las vibraciones universales, incluso si sólo fuese una totalidad de la conciencia física sin poseer todo lo que está en movimiento más allá y detrás-, debe ser hasta ese punto una reversión en pro de la armonía y una reconciliación de chocantes opuestos. Por otra parte, al Sachchidananda trascendente de las formas del universo ya no pueden aplicarse justamente los términos duales mismos, incluso así entendidos. La trascendencia transfigura; no reconcilia, sino que más bien transmuta los opuestos en algo que los sobrepasa borrando sus oposiciones.

Al principio, sin embargo, debemos pugnar por relacionar al individuo otra vez con la armonía de la totalidad. Es necesario para nosotros, -de lo contrario el problema no tiene solución-, comprender que los términos con que nuestra actual conciencia interpreta los valores del universo, -aunque prácticamente justificados a los fines de la experiencia y el progreso humanos-, no son los únicos términos por los que es posible interpretarlos y no pueden ser las fórmulas completas, correctas y últimas. Precisamente así como puede haber órganos sensorios o formas de capacidad sensoria que vean el mundo físico de modo distinto y aún mejor, pues lo harían más integralmente, que nuestros órganos sensoriales y nuestras capacidades sensitivas, de igual manera puede haber otras perspectivas mentales y supramentales del universo que sobrepasen la nuestra. Existen estados de la conciencia en los que la Muerte es sólo un cambio en Vida inmortal, el dolor un violento reflujo de las aguas del deleite universal, la limitación un vuelco del Infinito sobre sí mismo, el mal un rodeo del bien en torno de su propia perfección; y esto no sólo en una abstracta concepción, sino también en la visión real y en la experiencia constante y sustancial. Arribar a esos estados de la conciencia puede ser, para el individuo, uno de los más importantes e indispensables pasos de su progreso hacia la auto-perfección.

Ciertamente, los valores prácticos que nos brindan nuestros sentidos y nuestro dualístico sentido-mente pueden mantenerse en su campo y aceptarse como modelo de la vida-experiencia ordinaria hasta que esté lista una mayor armonía en la que puedan ingresar y transformarse sin perder el dominio de las realidades que representan. Agrandar las facultades-sensorias sin tener en cuenta el conocimiento que brindarían los antiguos valores sensorios a su correcta interpretación desde el nuevo punto de vista, podría conducir a serios desórdenes e incapacidades y no adecuarse a la vida práctica ni al uso ordenado y disciplinado de la razón. Igualmente, un agrandamiento de nuestra conciencia mental, fuera de la experiencia de las dualidades propias del ego, dentro de una no-regulada unidad con alguna forma de conciencia total, podría fácilmente producir confusión e incapacidad para la vida activa de la humanidad en el orden establecido de las relatividades del mundo. Ésta, sin duda, es la raíz del mandato impuesto en el Gita al hombre que tiene el conocimiento, no para perturbar la vida-base ni el pensamiento-base de los ignorantes; pues, impulsados por su ejemplo, pero incapaces de comprehender el principio de su acción, perderían su propio sistema de valores sin llegar a un fundamento superior.

Tal desorden e incapacidad puede aceptarse personalmente, y así lo hacen muchas grandes almas, como un pasaje temporal o como el precio que se ha de pagar para el ingreso en una existencia más amplia. Pero la correcta meta del progreso humano debe ser siempre una reinterpretación efectiva y sintética, por la que la ley de esa más amplia existencia, pueda representarse en un nuevo orden de verdades y en una más justa y pujante obra de las facultades sobre la vida-material del universo. Para los sentidos el sol marcha en torno a la tierra; eso fue para ellos el centro de la existencia y las propuestas de la vida están dispuestas sobre la base de esta concepción errónea. La verdad es el opuesto mismo de esa concepción, pero su descubrimiento hubiese sido de escasa utilidad si no existiese una ciencia que convierte a la nueva concepción en el centro de un conocimiento razonado y ordenado prefiriendo sus correctos valores a las percepciones de los sentidos. De igual manera, para la conciencia mental, Dios se desplaza en torno al ego personal y todas Sus obras y caminos son traídos ante el juicio de nuestras egoístas sensaciones, emociones y concepciones, y allí se les dan valores e interpretaciones que, aunque constituyen una perversión e inversión de la verdad de las cosas, con todo son útiles y prácticamente suficientes en un cierto desarrollo de la vida y progreso humanos. Son una tosca sistematización práctica de nuestra experiencia de las cosas, válida en la medida que moramos en un cierto orden de ideas y actividades. Pero no representan el último y supremo estado de la vida y conocimiento humanos. «El sendero es la Verdad y no la falsedad.” La verdad no es que Dios se desplace en torno al ego como centro de la existencia y pueda ser juzgado por el ego y su criterio de las dualidades, sino que el Divino es en sí mismo el centro y que la experiencia del individuo sólo encuentra su propia verdad cuando ésta es conocida en los términos de lo universal y lo trascendente. No obstante, sustituir esta concepción por la egoísta sin una adecuada base de conocimiento puede conducir a la substitución de nuevas pero todavía falsas y arbitrarias ideas en lugar de las viejas, y producir un violento desconcierto en vez del establecido desorden de valores correctos. Ese desorden marca a menudo el inicio de nuevas filosofías y religiones, y da comienzo a revoluciones útiles. Mas la verdadera meta sólo se alcanza cuando podemos agrupar en torno a la correcta concepción central un conocimiento razonado y efectivo en el que la vida egoísta redescubrirá todos sus valores transformados y corregidos. Entonces poseeremos ese nuevo orden de verdades que nos posibilitará sustituir una más divina vida por la existencia que ahora llevamos y efectivizar un más divino y pujante uso de nuestras facultades en la vida-material del universo.

Esa vida y poder nuevos del humano integral, deben necesariamente reposar sobre una realización de las grandes verdades que traduzca dentro de nuestro modo de concebir las cosas la naturaleza de la existencia divina. Esto debe suceder a través de una renuncia del ego a su falso punto de permanencia y a sus falsas certezas, a través de su ingreso en una relación y armonía correctas con las totalidades de las que forma parte y con las trascendencias de las que es un descenso, y a través de su perfecta auto-apertura a una verdad y a una ley que exceden sus propias convenciones, una verdad que será su realización y una ley que será su liberación. Su meta debe ser la abolición de aquellos valores que son creaciones de la visión egoísta de las cosas; su cima debe ser la trascendencia de la limitación, de la ignorancia, de la muerte, del sufrimiento y del mal.

La trascendencia, la abolición no son posibles aquí en la tierra y en nuestra vida humana si los términos de esa vida están necesariamente ligados a nuestra actual valoración egoísta. Si la vida es en su naturaleza, un fenómeno individual y no la representación de una existencia universal y el hálito de una poderosa Vida-Espíritu; si las dualidades que son la respuesta del individuo a sus contactos no son meramente una respuesta sino la esencia y condición de todo lo viviente; si la limitación es la inalienable naturaleza de la sustancia con la que están formados nuestra mente y cuerpo; si la desintegración en la muerte es la primera y última condición de toda vida, su fin y su principio; si el placer y el dolor son la inseparable materia dual de toda sensación; si la dicha y el pesar son la luz y sombra necesarias de toda emoción; si la verdad y el error son los dos polos entre los cuales todo conocimiento debe desplazarse eternamente, entonces la trascendencia es sólo asequible mediante el abandono de la vida humana en un Nirvana más allá de toda existencia o mediante el logro de otro mundo, un cielo constituido de modo muy diferente al de este universo material.

No es muy fácil para la rutinaria mente del hombre, siempre apegada a sus asociaciones pasadas y presentes, concebir una existencia todavía humana, pero que radicalmente haya modificado aquellas circunstancias que previamente considerábamos inamovibles. Con respecto a nuestra posible evolución superior estamos en gran medida en la posición del Mono original de la teoría darwiniana. Le hubiera resultado imposible a ese Mono, -que llevaba su arbórea vida instintiva en los bosques primitivos-, concebir que un día habría sobre la tierra un animal que utilizaría una nueva facultad llamada Razón sobre los materiales de su existencia interna y externa, que dominaría mediante ese poder sus instintos y hábitos, cambiaría las circunstancias de su vida física, construiría casas de piedra, manipularía las fuerzas de la Naturaleza, navegaría los mares, volaría por los aires, desarrollaría códigos de conducta, evolucionaría métodos conscientes para su desarrollo mental y espiritual. Y si esa concepción hubiese sido posible para la mente simiesca, todavía le hubiera resultado difícil imaginar que por cualquier progreso de la Naturaleza o prolongado esfuerzo de la Voluntad y la tendencia, él mismo podría evolucionar hasta ese animal. El hombre, debido a que ha adquirido razón y más aún porque ha satisfecho su poder imaginativo e intuitivo, es capaz de concebir una existencia superior a la suya propia e incluso visionar su elevación personal más allá de su estado actual dentro de esa existencia. Su idea del estado supremo es un absoluto de todo cuanto es positivo, para sus propios conceptos y deseable, para su propia aspiración instintiva, el Conocimiento sin su negativa sombra de error; la Bienaventuranza sin su negación de experimentar sufrimiento; el Poder sin su constante negación por la incapacidad; la pureza y plenitud del ser sin el sentido opuesto del defecto y la limitación. Es así como concibe sus dioses; así es como construye sus cielos. Más no es así como su razón concibe una tierra posible y una humanidad posible. Su sueño de Dios y Cielo es en realidad un sueño de su propia perfección; pero descubre igual dificultad en aceptar su realización práctica aquí en orden a su fin último, tal como el Mono ancestral si se le demandase que creyese en sí mismo como el Hombre futuro. Su imaginación, sus aspiraciones religiosas pueden sostener ese fin ante él; mas cuando su razón se hace valer, rechazando la imaginación y la intuición trascendente, califica eso como una brillante superstición contraria a los hechos sólidos del universo material. Eso se convierte entonces únicamente en su inspirada visión de lo imposible. Todo cuanto es posible es un condicionado, limitado y precario conocimiento, felicidad, poder y bondad.

Aun en el principio de la razón misma existe la afirmación de una Trascendencia; pues el total objetivo y esencia de la razón es la búsqueda del Conocimiento, la búsqueda, vale decir, de la Verdad mediante la eliminación del error. Su criterio, su objetivo, no es el de pasar de un error mayor a uno menor, sino que consiste en una positiva, pre-existente Verdad hacia la cual, a través de las dualidades del correcto conocimiento y del equivocado conocimiento, podemos desplazarnos progresivamente. Si nuestra razón no tiene la misma certeza instintiva con respecto a las otras aspiraciones de la humanidad, es porque le falta la misma esencial iluminación inherente a su propia actividad positiva. Podemos precisamente concebir una realización positiva o absoluta de la felicidad porque el corazón al cual pertenece ese instinto para la felicidad, tiene su propia forma de certeza, es capaz de fe, y porque nuestras mentes pueden prever la eliminación del insatisfecho deseo que es la causa aparente del sufrimiento. ¿Pero cómo concebiremos la eliminación del dolor desde nuestra sensación nerviosa o de la muerte desde la vida del cuerpo? Incluso el rechazo del dolor es un instinto soberano de las sensaciones, el rechazo de la muerte es un dominante reclamo inherente a la esencia de nuestra vitalidad. Mas estas cosas se presentan ante nuestra razón como aspiraciones instintivas, no como potencialidades realizables.

Y la misma ley se ha de mantener en todo. El error de la razón práctica es una excesiva sujeción al hecho aparente al que puede sentir inmediatamente como real y un insuficiente coraje para desarrollar hechos más profundos, desde su potencialidad hasta su lógica conclusión. Lo que hoy es, constituye la realización de una potencialidad anterior; la potencialidad actual es un vislumbre y promesa de la realización futura. Y aquí la potencialidad existe; pues el dominio de los fenómenos depende de un conocimiento de sus causas y procesos y si conocemos las causas del error, del pesar, del dolor, de la muerte, podemos esforzarnos con alguna esperanza hacia su eliminación. Pues el conocimiento es poder y dominio.

De hecho, perseguimos como ideal, tan lejos como podemos, la eliminación de todos estos fenómenos negativos o adversos. Buscamos constantemente minimizar la causa del error, del dolor y del sufrimiento. La ciencia, a medida que aumenta su conocimiento, sueña con regular el nacimiento y con prolongar indefinidamente la vida, o más aún, con alcanzar la entera conquista de la muerte. Pero debido a que visionamos sólo las causas externas y secundarias, sólo podemos pensar en suprimirlas hasta una distancia y no en eliminar las raíces reales de eso contra lo que luchamos. Y de esa manera estamos limitados porque pugnamos hacia percepciones secundarias y no hacia el conocimiento-raíz, porque conocemos los procesos de las cosas pero no su esencia. Así llegamos a una más poderosa manipulación de las circunstancias, y no al control esencial. Pues si pudiéramos aprehender la naturaleza esencial y la causa esencial del error, del sufrimiento y de la muerte, podríamos esperar llegar a un dominio sobre ellos que no sería relativo sino completo. Podríamos esperar incluso, eliminarlos por completo y justificar el instinto dominante de nuestra naturaleza mediante la conquista de ese bien, bienaventuranza, conocimiento e inmortalidad absolutos que nuestras intuiciones perciben como el último y verdadero estado del ser humano.

El antiguo Vedanta nos presenta esa solución en la concepción y experiencia de Dios Brahman como el único hecho universal y esencial, y en la naturaleza de Brahman como Sachchidananda.

En esta visión, la esencia de toda vida es el movimiento de una existencia universal e inmortal; la esencia de toda sensación y emoción es el despliegue de un deleite universal y auto-existente en el ser; la esencia de todo pensamiento y percepción es la radiación de una verdad universal y omni-penetrante; la esencia de toda actividad es la progresión de un bien universal y auto-actuante.

Mas el despliegue y el movimiento se corporizan en una multiplicidad de formas, una variación de tendencias, un intercambio de energías. La multiplicidad permite la interferencia de un factor determinativo y temporariamente deformativo, el ego individual; y la naturaleza del ego es una auto-limitación de la conciencia mediante una voluntaria ignorancia del resto de su despliegue y su exclusiva absorción en una sola forma, una sola combinación de tendencias, un sólo campo del movimiento de energías. El ego es el factor que determina las reacciones del error, del pesar, del dolor, del mal, de la muerte; pues da valor a estos movimientos que, de otro modo, serían representados en su correcta relación con una sola Existencia, Bienaventuranza, Verdad y Bien. Al recuperar la relación correcta podemos eliminar las reacciones Ego-determinadas, reduciéndolas eventualmente a sus verdaderos valores; y esta recuperación puede efectuarse mediante la correcta participación del individuo en la conciencia de la totalidad y en la conciencia del trascendente que la totalidad representa.

En el último Vedanta se deslizó y llegó a fijarse la idea de que el ego limitado es, no sólo la causa de las dualidades, sino la condición esencial para la existencia del universo. Al desembarazarnos de la ignorancia del ego y sus limitaciones resultantes, eliminamos ciertamente las dualidades, pero junto con ellas eliminamos nuestra existencia en el movimiento cósmico. De esa manera retornariamos a la esencialmente mala e ilusoria naturaleza de la existencia humana y a la incapacidad de todo esfuerzo en pos de la perfección de la vida del mundo. Cuanto podemos buscar aquí es un bien relativo ligado siempre a su opuesto. Mas si nos adherimos a la más grande y profunda idea de que el Ego es sólo una representación intermedia de algo más allá de Sí mismo, escapamos de esta consecuencia y somos capaces de aplicar el Vedanta a la realización de la vida y no sólo a escapar de ésta. La causa y condición esenciales de la existencia universal es el Señor, Ishwara o Purusha, manifestando y habitando formas individuales y universales. El Ego limitado es sólo un fenómeno intermedio de conciencia necesario para una cierta línea de desarrollo. Siguiendo esta línea el individuo puede llegar a lo que está más allá de él mismo, a aquello que él representa, y puede aún continuar representando, no ya como un oscuro y limitado Ego, sino como un centro del Divino y de la conciencia universal abarcando, utilizando y transformando en armonía con la Divinidad todas las determinaciones individuales.

Entonces tenemos la manifestación del divino Ser Consciente en la totalidad de la Naturaleza física como fundamento de la existencia humana en el universo material. Tenemos el emerger de ese Ser Consciente en una involutiva e inevitablemente evolutiva Vida, Mente y Supermente como la condición de nuestras actividades; pues es esta evolución la que ha capacitado al hombre para aparecer en la Materia y es esta evolución la que lo capacitará progresivamente para manifestar a Dios en el cuerpo, – la Encarnación Universal -. Tenemos en una formación egoísta el factor intermedio y decisivo que permite al Uno emerger como el consciente de la Unidad en los Muchos (Múltiple), fuera de esa indeterminada totalidad general, oscura y sin forma, que llamamos el subconsciente, —hrdya samudra, el oceánico corazón de las cosas del Rig Veda. Tenemos a las dualidades de vida y muerte, dicha y pesar, placer y dolor, verdad y error, bien y mal como las primeras formaciones de la conciencia egoísta, el resultado natural e inevitable de su intento de realizar la unidad en una construcción artificial de si misma, excluyente de la verdad, bien, vida y deleite totales del ser en el universo. Tenemos la disolución de esta construcción egoísta mediante la auto-apertura del individuo hacia el universo y Dios como medio de esa suprema realización en la que la vida egoísta es sólo un preludio, así como la vida animal fue sólo un preludio de la humana. Tenemos la realización del Todo en el individuo mediante la transformación del ego limitado en un centro consciente de la unidad y libertad divinas, como el término o logro, al que llega quien lo realiza. Y tenemos el fluir de la Existencia, Verdad, Bien y Deleite infinitos y absolutos del ser sobre los Muchos, en el mundo, como el resultado divino hacia el cual se desplazan los ciclos de nuestra evolución. Este es el supremo nacimiento que la maternal Naturaleza guarda en su seno; de aquello, pugna por ser liberada.