EL ESPÍRITU REVOLUCIONARIO


Cuando Sri Aurobindo decía: Yo no soy ni un moralista impotente ni un pacifista débil, estas palabras estaban preñadas de sentido. Había profundizado con detenimiento la historia de Europa y la de las grandes revoluciones de Europa y de América, para saber que la rebelión armada puede ser justa; ni Juana de Arco ni Mazzini ni Washington fueron apóstoles de la «no-violencia». Cuando el hijo de Ghandi le visitó en Pondichery en 1920 y le habló de no-violencia, Sri Aurobindo le respondió con esta sencilla pregunta, por cierto muy actual: «¿Qué harían ustedes si mañana fuesen invadidas las fronteras del Norte?». Veinte años más tarde, en 1940, Sri Aurobindo y la Madre se declaraban en favor de los aliados en la segunda guerra mundial, al paso que Ghandi, movido por un impulso sin duda alguna “digno de virtuosismo”, escribía una carta abierta al pueblo inglés, instándolo a no tomar las armas contra Hitler y que apelaran solamente a la «fuerza espiritual» en caso de invasión alemana. La posición adoptada por Sri Aurobindo de apoyo total a Inglaterra en esta guerra, no podía ser comprendida en la India de 1940, dominada aún por la potencia colonial; no podían entender cómo el líder revolucionario que había encabezado la rebelión contra la potencia ocupadora, ahora se ponía de su lado. Debemos, pues, precisar la visión espiritual del yogui revolucionario Sri Aurobindo en cuanto a su conocimiento sobre la Consciencia-Verdad de la acción violenta, así se expreso en una carta-respuesta a la iniciativa de Ghandi de no intervención del pueblo ingles:

La guerra y la destrucción -dice- constituyen un principio universal que gobierna no sólo nuestra vida puramente material aquí abajo, sino aun nuestra existencia mental y moral. Es de toda evidencia, prácticamente, que en su vida intelectual, social, política y moral, no puede el hombre avanzar, sin lucha alguna, un solo paso; una lucha entre lo que existe y vive y lo que trata de llegar a ser y a vivir, y entre todo cuanto se halla atrás de lo uno y de lo otro. Es imposible, al menos en el estado actual de la humanidad y de las cosas, avanzar, crecer y realizarse y, al mismo tiempo, observar real y absolutamente el principio de inocencia que se nos propone como la mejor y más elevada norma de conducta. ¿Emplearemos nosotros solamente la fuerza del alma y no destruiremos nunca nada por la guerra ni aun por la violencia física para defendernos?. Hasta aquí estamos de acuerdo.

Pero mientras las fuerzas del alma alcanzan la eficacia necesaria, las fuerzas demoníacas en los hombres y las naciones aplastan, demuelen, asesinan, incendian y violan, como hoy lo vemos; podrán entonces hacerlo cómodamente y sin estorbos, y vosotros habréis causado tal vez con vuestra abstención la pérdida de tantas vidas como los otros con su violencia… No basta con tener las manos limpias y el alma inmaculada para que la ley de la batalla y de la destrucción desaparezca del mundo; es menester que cuanto forma su base desaparezca primero de la humanidad. La inmovilidad y la inercia que rehúsan emplear los medios de resistencia al mal o que son incapaces de servirse de ellos, no abrogarán la ley, ni mucho menos. En realidad, la inercia hace mucho mayor daño que el principio dinámico de la lucha, que crea, al menos, más de lo que destruye. En consecuencia, desdeñar el punto de vista de la acción individual, abstenerse de la lucha en su forma física más visible y de la destrucción que la acompaña de modo inevitable, nos da tal vez una satisfacción moral, pero deja intacto al Destructor de las criaturas.

Y si nuestra abstención deja indemne al Destructor de las criaturas, tampoco nuestras guerras lo suprimen, aunque prácticamente sea necesario mancharse en ellas las manos. A mediados de la primera guerra mundial hacía observar Sri Aurobindo con fuerza profética: La derrota de Alemania… no basta para extirpar el espíritu que en Alemania se encarna; probablemente se producirá una nueva encarnación del mismo espíritu en otra parte, en otra raza o en otro imperio y será necesario entonces librar una vez más la batalla. Todas las viejas fuerzas están vivas y no sirve de mucho quebrantar o abatir el cuerpo que ellos animan, porque muy bien saben transmigrar. Alemania abatió el espíritu napoleónico en 1813 y demolió los restos de la hegemonía francesa en Europa en 1870; esta propia Alemania ha venido a ser la encarnación de lo que ella misma había abatido. Fácilmente puede el fenómeno repetirse en una escala mucho mayor.

Hoy hemos podido comprobar como las viejas fuerzas saben transmigrar.

El propio Gandhi, viendo que todos los años de no-violencia venían a parar en las terribles violencias que caracterizaron la partición de la India en 1947, observaba con tristeza poco antes de su muerte: «El sentimiento de violencia que secretamente hemos alimentado, vuelve sobre nosotros y nos liamos a golpes cuando se trata de compartir el poder… Ahora que ha sido sacudido el yugo de la servidumbre, todas las fuerzas del mal salen a la superficie». Porque ni la no-violencia ni la violencia alcanzan la fuente del Mal.

En plena guerra de 1940, por los mismos días en que abrazaba el partido de los Aliados porque, «prácticamente», así era necesario proceder, Sri Aurobindo escribía a un discípulo: Usted cree que cuanto ocurre en Europa es una guerra entre las potencias de la luz y las potencias de las tinieblas, pero esto no es más cierto ahora que durante la primera guerra mundial. Es una guerra entre dos especies de Ignorancia… El ojo del yogui no ve solamente los acontecimientos exteriores y los personajes y las causas exteriores, sino también las poderosas fuerzas que los precipitan a la acción. Si los hombres que combaten son instrumentos que se hallan en manos de los jefes de Estado y de los financieros, éstos, a su vez, son simples títeres que se hallan en las garras de fuerzas ocultas. Cuando se ha adquirido el hábito de contemplar las cosas hasta el fondo, ya no se inclina uno a conmoverse por las apariencias ni siquiera a esperar que los cambios políticos o sociales, o las mudanzas de índole institucional, puedan poner remedio a la situación. Sri Aurobindo había cobrado consciencia de esas «enormes fuerzas» ocultas y de la infiltración constante de lo suprafísico en lo físico; sus energías no se desenvolvían ya en torno de un problema moral, harto somero después de todo -violencia o no-violencia- sino alrededor de un problema de eficacia; y veía claramente, también por experiencia, que para curar el mal del mundo es preciso curar primero «lo que en el hombre se halla en la base» y que nada se puede curar afuera si no se cura primero lo de adentro, porque es la misma cosa; no se puede dominar lo externo si no se domina lo interior, porque es la misma cosa; no se puede transformar la materia externa sin transformar nuestra materia interior, porque es también y será siempre la misma cosa; no hay sino una Naturaleza, un mundo, una materia, y mientras queramos proceder al revés, a ninguna parte llegaremos.

Y si nos parece que el remedio es difícil, entonces no queda ninguna esperanza para el hombre ni para el mundo, porque todas nuestras panaceas exteriores y nuestras morales de agua de rosas están condenadas a la nada y a la destrucción en manos de esas potencias ocultas: La única solución -dice Sri Aurobindo- se halla en el advenimiento de otra consciencia que ya no será juguete de esas fuerzas, sino más poderosa que ellas, y que podrá obligarlas a cambiar o a desaparecer. Hacia esta nueva consciencia -SUPRAMENTAL- se encaminaba Sri Aurobindo en medio de su propia acción revolucionaria. Y su determinación no podía ser otra más que CONQUISTARLA O PERECER EN EL INTENTO.