“Padre Santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Pero no ruego solo por estos, sino por cuantos crean en mi por su palabra, para que todos sean uno, como tu Padre estas en mi y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros. Yo les he dado la gloria que tu me diste, a fin de que sean uno, como nosotros somos uno.”
Evangelio de San Juan
Escuchemos ahora al Señor:
Ésta es la solución, ésta es la redención, ésta es la perfección que Yo ofrezco a todos aquellos que pueden escuchar una voz divina en su interior y son capaces de esta fe y de este conocimiento. Pero para elevarte a esta condición preeminente, es necesario en primer lugar, y este es un paso radicalmente decisivo, alejarte de todo lo que pertenece a tu naturaleza inferior, y fijarte, por la concentración de la voluntad y de la inteligencia, sobre lo que es superior a la voluntad o a la inteligencia, superior a la mente, al corazón, a los sentidos y al cuerpo. Y ante todo debes volverte hacia tu propio yo eterno, inmutable e impersonal, que es el mismo en todas las criaturas. Mientras vivas en el ego y en la personalidad mental, estarás dando vueltas una y otra vez sobre los mismos círculos y no podrás obtener ningún resultado real. Dirige tu voluntad hacia el interior más allá del corazón y de sus deseos, más allá de los sentidos y de lo que les atrae; eleva tu voluntad por encima de la mente, de sus asociaciones, de sus apegos, más allá de sus deseos, de sus pensamientos y de sus impulsos limitados. Arriba a algo dentro de ti que es eterno, que jamás cambia, que es calmo, imperturbable, igual, imparcial ante todas las cosas, personas y acontecimientos, que no es afectado por ninguna acción, no modificado por las representaciones de la Naturaleza. Sé eso, sé el yo eterno, sé el Brahman. Si puedes llegar a ser eso mediante una experiencia espiritual permanente, tendrás una base asegurada sobre la que instalarte, liberado de las limitaciones de tu personalidad creada por el ego mental, y al abrigo de cualquier caída de la paz y del conocimiento, libre del ego.
Así pues, no te será posible despersonalizar tu ser en tanto que nutras a tu ego, te dejes halagar por él y te aferres a él o a cualquier cosa que le pertenezca. El deseo y las pasiones que emergen del deseo son el indicio y el “nudo” primordial del ego. Es el deseo quien te hace decir sin cesar “yo” y “mío”, y quien, a través de un egoísmo persistente, te sujeta a la satisfacción y a la insatisfacción, a lo atractivo y a lo repulsivo, a la esperanza y a la desesperación, a la alegría y al dolor, a tus pobres amores y a tus pequeños odios, a la cólera y a la pasión, a tu apego al éxito y a las cosas placenteras, a tu dolor y a tu sufrimiento ante el fracaso y cosas desagradables. El deseo entraña siempre confusión de la mente y limitación de la voluntad, una visión egoísta y distorsionada de las cosas, quiebra y obscurece el conocimiento. El deseo y sus preferencias son, con la violencia, la primera raíz firme que alimenta el pecado y el error. Mientras acaricies el deseo, no puede haber tranquilidad inmaculada y segura, ni luz estable, ni conocimiento calmo y puro. No puede haber existencia justa –porque el deseo es una perversión del espíritu-, ni base sólida para un pensamiento y una acción justos, ni tampoco para sentimientos justos. El deseo, si se le permite subsistir, cualquiera que sea el color con el que se oculte, es una amenaza perpetua, incluso para el más sabio, y puede hacer que se derrumbe la mente en cualquier momento, sutilmente o con violencia, incluso poseyendo la base más firme y experimentada en cuanto a seguridad. El deseo es el principal enemigo de la perfección espiritual.
Mata, entonces, al deseo; rechaza el apego a la posesión y al goce de la apariencia exterior de las cosas. Sepárate de todo lo que te llega en forma de contactos y solicitaciones exteriores, en forma de objetos-deseo de la mente y de los sentidos. Aprende a soportar y a rechazar todo asalto de las pasiones, y a permanecer al abrigo en tu yo interior, soporta incluso las reacciones adversas de tu multipersonalidad, aunque se enfurezcan todos tus nervios, hasta que por fin dejen de afectar a alguna parte de tu naturaleza. Resiste y repele de forma parecida los formidables ataques, incluso los contactos más suavemente insinuantes, de alegría y de dolor. Rechaza la simpatía y la antipatía, destruye la preferencia y el odio, arranca de raíz la tentación de evadirte y la repugnancia. Ten una indiferencia calma frente a estas cosas y frente a todos los objetos de deseo en toda tu naturaleza. Posa sobre ellos la mirada silenciosa y tranquila de un espíritu impersonal.
El resultado será una igualdad absoluta y el poder de una calma imperturbable que el espíritu universal conserva ante sus creaciones, afrontando siempre la acción múltiple de la Naturaleza. Mira todo con mirada ecuánime; recibe con corazón igual y con una mente igual todo lo que te llegue, éxito y fracaso, honor y deshonor, estima y amor de los hombres, así como su desprecio, su persecución y su odio, todos los acontecimientos que para los demás podrían ser causa de alegría, y todos los acontecimientos que para los demás podrían ser motivo de aflicción. Considera a todas las personas con mirada ecuánime, a los buenos y a los malvados, a los sabios y a los alienados, a los brahmines y a los parias, al hombre en su cénit y a todas las criaturas más insignificantes. Accede con trato igual a todos los hombres, cualesquiera que sean sus relaciones contigo, a los amigos y aliados, a los neutrales e indiferentes, a los adversarios y enemigos, a los que aman y a los que odian. Todo esto concierne al ego y tú estás llamado a liberarte de él; son relaciones personales, y debes observar todo con la mirada profunda del espíritu impersonal; son diferencias temporales y personales que debes ver, pero no dejarte influir por ellas; porque debes fijarte, no sobre estas diferencias, sino sobre lo que es idéntico en todos, sobre el yo único que todos son, sobre el Divino en cada criatura y sobre el funcionamiento único de la Naturaleza, que es la voluntad igual de Dios en los hombres, en las cosas, en las energías, en los acontecimientos, en todo esfuerzo, en todo resultado, en todo fruto, cualquiera que sea, el accionar del mundo.
La acción, sin embargo, se cumplirá en ti, porque la Naturaleza está siempre trabajando; pero debes saber y sentir que tu yo no es el autor de la acción. Observa simplemente, observa sin emoción el funcionamiento de la Naturaleza, el juego de sus cualidades, y la magia de los gunas (tendencias predominantes en tu naturaleza). Observa impasible esta acción en ti mismo; observa todo lo que ocurre alrededor de ti, y verás que en los demás se produce el mismo proceso. Observa que el resultado de tus obras y las de los demás, difiere constantemente de lo que tú o ellos deseáis u os proponéis; que no es el fruto de tus obras tuyo, ni suyo, ni de los otros, sino el fijado de forma omnipotente por un Poder más grande, que quiere y actúa aquí abajo en la Naturaleza universal. Observa asimismo que incluso la voluntad que pones en tus obras no es la tuya, sino la de la Naturaleza. Es la voluntad del sentido del ego en ti, y está determinada por la cualidad que predomina en tu composición, y que la Naturaleza ha desarrollado en el pasado, o bien la ha presentado en el momento actual. Esta voluntad depende del juego de tu personalidad natural, formación de la Naturaleza que no es tu persona verdadera. Retrocede de esta formación exterior y entra en tu silencioso yo interior; verás que tú, en tanto que Alma, eres inactivo, y que, no obstante, la Naturaleza continúa ejecutando siempre sus obras de acuerdo con sus gunas. Fíjate en esta inactividad y en esta tranquilidad interior; no te consideres nunca como el hacedor. Permanece estabilizado en ti mismo, por encima del juego, libre de la agitada acción de los gunas. Vive seguro en la pureza de un espíritu impersonal, vive sin que te perturbe el oleaje mortal que persiste en tus miembros.
Si puedes hacer esto, entonces te encontrarás promovido a una gran liberación, a una vasta libertad y a una paz profunda. Entonces serás consciente de Dios, e inmortal, poseído de tu existencia esencial e intemporal, independiente de la mente, de la vida y del cuerpo, seguro de tu ser espiritual, indemne a las reacciones de la Naturaleza, no manchado por la pasión, el pecado, el dolor y el sufrimiento. Entonces no dependerás, para tu alegría y tu deseo, de algo mortal, exterior o mundano, pero poseerás, de forma inalienable, la felicidad, que se basta a sí misma, de un espíritu calmo y eterno. Entonces habrás dejado de ser una criatura mental, y te habrás convertido en un espíritu sin límites, el Brahman. Rechazando de tu mente toda semilla de pensamiento y toda raíz de deseo, alejando la imagen del nacimiento en el cuerpo, puedes pasar, en el momento de tu fin, a esta eternidad del Yo silencioso, concentrándote en el Eterno puro y transfiriendo poderosamente tu consciencia al Infinito, al Absoluto.
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Sin embargo, ésta no es toda la verdad del Yoga; y este fin y este modo de partir, por grandes que sean, no son lo que Yo te propongo. Porque Yo soy el Obrero eterno dentro de ti y te pido que trabajes. Yo no espero de ti un consentimiento pasivo a un movimiento mecánico de Naturaleza de la que, en tu ego, estás completamente separado, indiferente y distante, sino una acción completa y divina, ejecutada como el instrumento inteligente y diligente del Divino, para Dios en ti y en los demás, y para el bien del mundo. Esta acción te la propongo en primer lugar, como es natural, como un medio para alcanzar perfección en la suprema Naturaleza espiritual, pero también como una parte integrante de esta perfección. La acción forma parte del conocimiento integral de Dios, de Su verdad misteriosa y más grande, y de una vida enteramente vivida en el Divino; la acción puede y debe continuarse incluso después de alcanzadas la perfección y la libertad. Yo te pido la acción del hijo de Dios, las obras del Siddha. Hay que añadir algo al Yoga ya descrito, (porque éste no era más que un primer Yoga del conocimiento). Existe también un Yoga de la acción en la iluminación de la experiencia de Dios; las obras deben devenir una en Espíritu con el conocimiento. Porque las obras cumplidas con una total visión de Dios y de uno mismo, en una visión de Dios en el mundo y del mundo en Dios, son en sí mismas un movimiento del conocimiento, un movimiento de la luz, un medio indispensable de la perfección espiritual de la que ellas son parte integrante.
Así pues, añade ahora también a la experiencia de una alta impersonalidad el conocimiento de que el Supremo, al que se aborda como el Yo puro y silencioso, puede ser abordado igualmente como un Espíritu vasto y dinámico, origen de todas las obras, Señor de los mundos y Amo de la acción, del esfuerzo y del sacrificio del hombre. Este mecanismo de la Naturaleza que aparentemente actúa por sí mismo, disimula una Voluntad divina inmanente que le obliga, le guía y conforma sus propósitos. Pero tú no puedes sentir ni conocer esa Voluntad mientras estés encerrado en la estrecha célula de tu personalidad, ciego y encadenado a tu punto de vista nacido del ego y de sus deseos. Porque no puedes responder completamente a ella más que cuando el conocimiento te haya hecho impersonal, y ensanchado para ver todas las cosas en el yo y en Dios, y el yo y Dios en todas las cosas. Todo deviene aquí por el poder del Espíritu; todo el mundo realiza Sus obras por la inmanencia de Dios en las cosas y por Su presencia en el corazón de cada criatura. El Creador de los mundos no está limitado por Sus creaciones; el Señor de las obras no está atado por sus obras; la Voluntad divina no está sometida a su labor y a los resultados de su labor, porque es omnipotente, posee todo y en todo conoce la felicidad. Pero, sin embargo, el Señor domina sus creaciones desde Su trascendencia; desciende como Avatar; está aquí abajo en ti; desde dentro, regula todas las cosas según los pasos de Su naturaleza. Y tú también debes realizar las obras en Él, según la naturaleza divina y siguiendo su progreso insensible a la limitación, al apego o al sometimiento. Actúa para el mejor bien de todos, actúa para mantener el progreso del mundo, para sostener o conducir a sus pueblos. La acción que se te ha exigido es la del Yogui liberado; es el flujo espontáneo de una energía libre que es el bien de Dios; es un movimiento ecuánime, es una labor sin egoísmo ni deseo.
El primer paso por este camino de la acción, camino libre, igual y divino, consiste en desprenderte del apego al fruto y a la recompensa, y en no trabajar más que por la obra misma que debe hacerse. Porque debes sentir profundamente que los frutos pertenecen, no a ti, sino al Señor del mundo. Consagra tu labor y deja sus retribuciones al Espíritu que se manifiesta y se realiza en el movimiento universal. El resultado de tu acción está determinado por su sola voluntad; y cualquiera que él sea, la buena o mala fortuna, el éxito o fracaso, el Espíritu se sirve de él para realizar su propósito universal. Que la voluntad personal y toda la naturaleza instrumental operen sin deseo alguno y de una forma enteramente desinteresada, es la primera regla del Karmayoga. No exijas ningún fruto, acepta todos los resultados que te sean dados, y acéptalos con igualdad y con una alegría calma, tanto si son exitosos como si el sentimiento fuese de fracaso, tanto en la prosperidad como en la aflicción; continúa sin miedo, sin turbarte ni desfallecer, avanzando por el escarpado sendero de la acción divina.
Éste no es más que el primer paso sobre el sendero. Porque tú debes estar no sólo desapegado del resultado de tus obras, sino también de tu trabajo. Deja de considerar tus obras como tuyas; del mismo modo que has abandonado los frutos de tu trabajo, igualmente debes someter tu trabajo al Señor de la acción y del sacrificio. Reconoce que tu naturaleza determina tu acción; tu naturaleza gobierna el movimiento inmediato y decide el giro y el desarrollo que se manifestarán a tu espíritu en los senderos de la fuerza ejecutiva de la Naturaleza. No hagas que intervenga ya la voluntad personal que confunde los pasos de tu mente al seguir la vía que lleva a Dios. Acepta la acción propia de tu naturaleza. Haz de todo lo que realices –desde el esfuerzo mayor y más inusual hasta el más pequeño acto cotidiano-, haz de cada acto de tu mente, de cada acto de tu corazón, de cada acto de tu cuerpo, de cada disposición interior y exterior, de cada pensamiento, voluntad y sentimiento, de cada paso, pausa y movimiento, un sacrificio al Señor.
Conoce a continuación que tú eres una porción eterna del Eterno, y que los poderes de tu naturaleza no son nada sin Él; no son sino la expresión parcial de Él mismo. Es el Infinito Divino quien se realiza progresivamente en tu naturaleza. Es el supremo poder-de-ser, es la Shakti del Señor (el Divino Universal) quien forma tu naturaleza y toma forma en ella. Así pues, abandona todo sentimiento de que tú seas el autor; ve al Eterno como el único autor de la acción. Deja que tu ser natural, que tu mismo seas una ocasión, un instrumento, un canal de su poder, un medio para su manifestación. Ofrécele tu voluntad y hazla una con Su voluntad eterna; somete todas tus acciones en el silencio de tu yo y espíritu al Amo trascendente de tu naturaleza. Esto no puede hacerse realmente ni perfectamente mientras exista en ti el menor sentido del ego, o la menor pretensión mental, o la menor insistencia vital. La acción ejecutada en el más mínimo grado por el ego, o teñida del deseo y de la voluntad del ego, no es un sacrificio perfecto. No puede ser ejecutada bien y verdaderamente, mientras exista desigualdad o alguna señal de retroceso y preferencia ignorantes. Pero cuando existe una perfecta igualdad frente a todas las obras, resultados, cosas y personas, una consagración al Altísimo y no al deseo ni al ego, entonces la Voluntad divina determina todas las obras sin ningún tropiezo ni desviación, y el Poder divino las ejecuta libremente sin ninguna interferencia inferior ni reacción falsa en la pureza y en la seguridad de tu naturaleza transmutada. Que por tu mediación la Voluntad divina forme cada acto tuyo en su inmaculada soberanía, es el supremo grado de perfección que llega cuando se ejecutan las obras en Yoga. Hecho esto, tu naturaleza seguirá su marcha cósmica en una unión completa y constante con el Supremo, expresará el Yo más alto, y obedecerá a la voluntad del Señor.
Esta vía de las obras divinas es una liberación mucho mejor, una vía y una solución más perfectas que la renuncia física a la vida y a las obras. Una abstención física no es enteramente posible y, en la medida en que lo sea, no es indispensable para la libertad del espíritu; es, además, un ejemplo peligroso porque su influencia extravía a los hombres ordinarios. Los mejores, los más grandes, establecen la norma que el resto de la humanidad se esfuerza por seguir. Entonces, ya que la acción es la naturaleza del espíritu encarnado, ya que las obras son la voluntad del Trabajador eterno, los grandes espíritus, las mentes dominadoras, deben establecer este ejemplo. Deben ser ellos los trabajadores universales, ejecutando sin reservas todas las obras del mundo – trabajadores divinos, libres, gozosos y sin deseo, almas y naturalezas liberadas.
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La mente de conocimiento y la voluntad de acción no son todo; hay en ti un corazón que desea la felicidad. Aquí también, en el poder e iluminación del corazón, en su imperioso deseo de felicidad, de satisfacción del alma, es preciso transformar tu naturaleza, cambiarla, y elevarla a un único éxtasis consciente con el Divino. El conocimiento del yo impersonal aporta su propio Ananda; existe una alegría de la impersonalidad, una alegría singular del espíritu puro. Pero un conocimiento integral hace partícipe de una triple y mayor “felicidad”. Abre las puertas de la dicha del Trascendente; da la libertad en el deleite sin límites de una impersonalidad universal; descubre el arrobamiento de toda esta múltiple manifestación; porque hay una alegría del Eterno en la Naturaleza. Este gozo en el Hijo, una porción aquí abajo del Divino, toma la forma de un éxtasis fundamentado en la Divinidad, que es su origen, en su yo supremo, en el Amo de su existencia. El amor y la adoración de Dios íntegros se extienden hasta llegar a ser un amor del mundo, de todas sus formas, de todos sus poderes y de todas sus criaturas; en todos, es visto el Divino, encontrado, adorado, servido o sentido en la unidad. Añade al conocimiento y a las obras esta corona de la eterna alegría triuna; admite este amor, aprende esta adoración; hazlo espíritu único con las obras y el conocimiento. Éste es el ápice de la perfecta perfección.
Este yoga de amor te dará una fuerza potencial muy alta para llegar a la vastedad, la unidad y la libertad espirituales. Pero debe ser un amor que es uno con el conocimiento de Dios. Hay una devoción que busca a Dios en el sufrimiento para obtener consuelo, auxilio y liberación; hay una devoción que le busca por Sus dones, por la ayuda y la protección divinas, y como fuente de satisfacción del deseo; existe una devoción que, a pesar de ser ignorante, se dirige a Él para la luz y el conocimiento. Y mientras uno esté limitado a estas formas, puede persistir aquí, incluso en su más alta y su más noble orientación hacia Dios. Pero cuando el amante de Dios es también el conocedor de Dios, deviene un solo yo con el Amado; porque él es el elegido del Más Alto, el electo del Espíritu. Desarrolla en ti este amor absorbido de Dios; el corazón, espiritualizado y elevado por encima de las limitaciones de su naturaleza inferior, te revelará de la forma más íntima los secretos del ser inmensurable de Dios, penetrará en ti todo el contacto, todo el influjo y toda la gloria de su Poder divino y te abrirá los misterios de un éxtasis eterno. El amor perfecto es la llave de un conocimiento perfecto.
Este amor integral de Dios exige también un trabajo integral por el Divino en ti mismo y en todas las criaturas. El hombre ordinario ejecuta las obras obedeciendo a algún deseo, pecaminoso o virtuoso, a algún impulso vital, bajo o alto, a alguna elección mental, común o exaltada, o bien por algún motivo en el que se mezclan lo mental y lo vital. Pero la obra que tú ejecutes debe ser libre y sin deseo; la obra realizada sin deseo no crea reacción, no impone ninguna servidumbre. Ejecutada en una perfecta igualdad y en una calma y paz imperturbables, pero sin ninguna pasión divina, es, en primer lugar, el maravilloso yugo de una obligación espiritual, kartavyam karma; después, la elevación de un sacrificio divino; y en su más alta expresión, puede ser la de de un consentimiento calmo y gozoso en una unidad activa. La unidad en el amor hará mucho más; reemplazará a la calma impasible del comienzo por un potente y profundo éxtasis, no por el pequeño ardor del deseo egoísta, sino por el océano de un Ananda infinito. Introducirá en tus obras el sentimiento emocionante y la pasión pura y divina de la presencia del Amado; se producirá una alegría intensa al trabajar por Dios en ti mismo y por Dios en todos los seres. El amor es la corona de las obras y la corona del conocimiento.
Este amor que es conocimiento, este amor que puede ser el corazón profundo de tu acción, será tu fuerza más eficaz para una consagración absoluta y una perfección completa. Una unión integral del ser del individuo con el Ser divino es la condición de una vida espiritual perfecta Vuélvete, pues, completamente hacia el Divino; haz que toda tu naturaleza sea una con Él por el conocimiento, el amor y las obras. Vuelve completamente hacia Él tu mente, tu corazón y tu voluntad, toda tu consciencia, e incluso tus mismos sentidos y tu mismo cuerpo, y remítelos sin reservas a Sus manos. Deja que tu consciencia sea soberanamente moldeada por Él en un molde sin defecto de Su consciencia divina. Deja que tu corazón se convierta en un resplandeciente e inflamado corazón del Divino. Deja que tu voluntad sea una acción impecable de Su voluntad. Deja que tus mismos sentidos y tu mismo cuerpo se conviertan en la sensación extática y el cuerpo extático del Divino. Adórale y participa en los sacrificios que Le ofrezcas con todo tu ser; recuérdalo en cada pensamiento y en cada sentimiento, en cada impulso y en cada acto. Persevera hasta que todas estas cosas sean completamente Suyas y hasta que, desde Su constante presencia transmutadora, haya ocupado incluso la más común y la más exterior de las cosas, lo mismo que la cámara más sagrada y más secreta de tu espíritu.
*Extracto del “Mensaje de la Gîtâ”
LA LEY DE LA UNION
Todo amor verdadero y todo sacrificio son, en su esencia, una contradicción impuesta por la Naturaleza para enfrentarnos con nuestro egoísmo primario y su error separativo (nuestra consciencia relativa nos presenta la realidad como si estuviéramos separados de los demás, nos identificamos con nuestro yo individual; no podemos concebir una realidad en la que todos somos uno);no obstante, la Naturaleza persiste en su intento de volver a recuperar la unidad desde una primera fragmentación necesaria, todo choque entre egos con conciencia separada, es parte de la experiencia que nos lleva de una forma inconsciente para nosotros hacia un despertar a la realidad mayor. Toda unidad entre las criaturas es, en su esencia, un auto-encuentro, una fusión con aquello de lo que estábamos separados y un descubrimiento del propio yo en los demás.
Pero sólo un amor y unidad divinos pueden poseer en la luz lo que las formas humanas buscan en la oscuridad. Los seres humanos engañados por su naturaleza viven en la oscuridad, buscan la luz y la luz despertará dentro de ellos como consecuencia de la experiencia y empezará por la comprensión de que los demás son su verdadero yo. Pues la verdadera unidad no es meramente una asociación y aglomeración como la de las células físicas, unidas por una vida de intereses comunes: tampoco es entendimiento emotivo, simpatía, solidaridad ni estrecha aproximación. Entonces sólo estaríamos realmente unificados con los que se hallan separados de nosotros por las divisiones de la Naturaleza, cuando anulamos la división y nos descubrimos en lo que nos parecía ajeno a nosotros. La asociación es una unidad vital y física; su sacrificio es de ayuda y concesiones mutuas. La proximidad, la simpatía y la solidaridad crean una unidad mental, moral y emocional; les corresponde un sacrificio de mutuo apoyo y mutuas gratificaciones. Pero la verdadera unidad es espiritual; su sacrificio es una autoentrega mutua, una interfusión de nuestra sustancia interior. La ley del sacrificio viaja en la Naturaleza hacia su culminación en su autoentrega completa y sin reservas; despierta en el dador y en el objeto del sacrificio la conciencia de un yo común. Esta culminación del sacrificio es hasta la cima del amor y devoción humanos cuando procuran convertirse en divinos; pues también allí la cima más excelsa del amor se proyecta en un cielo de autoentrega completa y mutua, y su cúspide es la arrobada fusión de las almas.
Esta idea más honda de la ley terrestre está en el meollo de la doctrina que sobre las obras (trabajar para el Divino) da el Gita; el núcleo de su doctrina es una unión espiritual con el Supremo mediante el sacrificio, una autoentrega sin reservas al Eterno. La concepción vulgar del sacrificio es un acto de dolorosa autoinmolación, de austera mortificación, de autoanulación difícil: este género de sacrificio puede llegar incluso hasta la automutilación y la autotortura. Estas cosas pueden ser temporariamente necesarias en el duro esfuerzo humano por superar el yo natural; si el egoísmo es violento y obstinado, a veces ha de encontrar como respuesta una fuerte represión interna y una violencia que lo contrabalancee. Pero el Gita no anima a ninguna clase de abuso de violencia sobre uno mismo; pues el yo interior es realmente la Deidad que evoluciona, es Krishna, es la Divinidad; no ha de ser perturbado ni torturado como los Titanes del mundo lo perturban y torturan (se refiere a las Fuerzas de la oscuridad que tientan y someten al ego humano, haciéndolo presa de sus apetencias), sino crecientemente fomentado, apreciado, abierto luminosamente a una Luz, fortaleza, dicha y amplitud divinas. No es al propio yo sino a la banda de enemigos interiores del espíritu que tenemos que desanimar, desalojar, eliminar sobre el altar de la evolución espiritual; éstos pueden ser extirpados sin miramientos; sus nombres son: deseo, ira, fanatismo, dogmatismo, codicia y apego a los goces y dolores externos; son la cohorte de demonios usurpadores causantes de los errores y sufrimientos del alma. Han de considerarse no como parte nuestra sino como intrusos y pervertidores de la naturaleza real y más divina de nuestro yo; han de ser sacrificados en el más severo sentido de la palabra, cualquiera que sea el dolor que, por reflejo, puedan lanzar sobre la conciencia de quien busca la perfección.
Mas la verdadera esencia del sacrificio no es la autoinmolación, es la autoentrega; su objeto no es la autoeliminación sino la autorrealización; su método no es la automortificación sino una vida mayor; no es una automutilación sino una transformación consciente de nuestras partes humanas naturales en miembros divinos, no es una autotortura sino un pasaje de una satisfacción inferior a una Bienaventuranza o Ananda mayor. Para una parte inmadura o turbia de nuestra naturaleza superficial hay solo una cosa dolorosa al comienzo; es la disciplina que debemos exigirnos indispensablemente, la necesaria negación de toda forma de impulsos egóicos, para realizar la fusión del ego incompleto; mas para eso puede haber una rápida y enorme compensación en el descubrimiento de completarnos de una forma real, mayor y última, en los demás, en todas las cosas, en la unidad cósmica, en la libertad del Yo y Espíritu trascendentales, en el arrobamiento del contacto de la Divinidad. Nuestro sacrificio no es una entrega sin devolución alguna ni una aceptación fructífera de la otra parte; es un intercambio entre el alma encarnada y la Naturaleza consciente en nosotros y el Espíritu eterno. Pues aunque no debemos exigir compensación o ganancia, en nosotros existe un conocimiento profundo de que es inevitable una maravillosa compensación y Gracia obtenidas por regreso o reintegro en el Yo Real. El alma sabe que no se entrega a Dios en vano; sin reclamar nada, recibe, con todo, la riqueza infinita del Poder y Presencia divinos.
Por último, ha de considerarse el receptor del sacrificio y el modo del sacrificio. El sacrificio puede ofrecerse a los demás o a los Poderes divinos; puede ofrecerse al Todo cósmico o al supremo Trascendente. El culto tributado pude asumir cualquier forma, desde la consagración de una hoja o una flor, un vaso de agua, un puñado de arroz, una rebanada de pan, hasta la de todo lo que poseemos y la sumisión de todo lo que somos. Cualquiera que sea el receptor, cualquiera que sea el don, es el Supremo, el Eterno en las cosas, quien lo recibe y acepta, aunque sea rechazado o ignorado por el receptor inmediato. Pues el Supremo que trasciende al universo, está también aquí, aunque velado, en nosotros, en el mundo y en sus sucesos: está allí como Testigo y Receptor omnisciente de todas nuestras obras y su Maestro secreto. Todas nuestras acciones, todos nuestros esfuerzos, incluso nuestros pecados, tropiezos, sufrimientos y luchas, independientemente de que seamos conscientes o inconscientes de ellos, son gobernados en última instancia por el Uno. Todo se vuelve hacia él en sus innumerables formas y es ofrecido, mediante ellas, a la Omnipresencia única. Tal como sea la forma y el espíritu con que nos aproximamos a él, de esa forma y con ese espíritu recibe el sacrificio.
Asimismo, el fruto del sacrificio de las obras (trabajar para el Divino) varía de acuerdo con la obra, de acuerdo con la intención en la obra y de acuerdo con el espíritu que está detrás de la intención. Pero todos los demás sacrificios son parciales, egoístas, mixtos, temporales e incompletos, (incluso los ofrecidos a los Poderes y Principios supremos mantienen este carácter: el resultado también es parcial, limitado, temporal, mixto en sus reacciones, sólo efectivo para una finalidad menor o intermedia. El único sacrificio enteramente aceptable es una última, suprema y suma autoentrega ), es esa sumisión ofrendada, con devoción y conocimiento, libremente y sin reservas, al Uno que es a la vez nuestro Yo inmanente, el circundante Todo constitutivo, la Realidad suprema más allá de ésta o cualquier manifestación y, secretamente, todas estas juntas, ocultas por doquier, la Trascendencia inmanente. Pues al alma que se le brinda totalmente, Dios también se le entrega por completo. Sólo quien ofrenda su naturaleza toda, halla al Yo. Sólo quien puede darlo todo, disfruta por doquier al Todo Divino. Sólo un supremo autoabandono confiado en el Supremo, alcanza al Supremo. Sólo la sublimación mediante sacrificio de todo cuanto es nuestra naturaleza, puede capacitarnos para encarnar al Supremo y vivir así en la conciencia inmanente del Espíritu trascendente.